6 ene 2009

REENCUENTROS EN GUERRA


Habían llegado al país con el comienzo del nuevo siglo. Llegaron justo para festejar los seis años del Luis y el reencuentro de la familia en las nuevas tierras. Años de sufrimientos y pesares llevaron a Don Tomás a tomar la difícil decisión de partir solo, dejando todo para hacerse la América. Tomó los últimos ahorros del abuelo Pascual y con un profundo dolor en el alma partió. ¿Qué había hecho mal? Se preguntaba una y otra vez. Dejó su mujer, sus hijos, su madre y su padre, la familia, los amigos, su cultura; en fin, la vida en su país. Pasaron hambre y muchas penurias antes de volver a tener noticias de don Tomás.
Casi un año después llegó la primera carta y algo de dinero que no mejoró mucho la situación de la familia, pero le devolvió la sonrisa a mamá. Después de esa primera carta no pasaron más de cinco o seis cartas más y llegó el dinero para que toda la familia pueda reunirse.
Cuando llegaron, don Tomás los fue a esperar a Buenos Aires. Para don Tomás y don Pascual fue el momento más feliz de la vida: el reencuentro. Estaban tristes por dejar su pueblo y contentos de encontrar un futuro que ya no tenían. El Luis, no sabía leer ni escribir, sólo hablaba uno de los tantos dialectos que se hablan en su país de origen. Acá aprendió a hablar el castellano y a escribirlo, creció entre nosotros, tuvo amigos, trabajó y aprendió a querer estas tierras como si fueran suya, al pueblo y a la gente. Aprendió a tomar mate y a vestirse de gaucho, a enlazar y a montar en pelo. Pasaron años buenos, años malos; de mucha lluvia y de seca; muy fríos o muy calurosos. Pasó un poco de todo, pero lo más importante es que siempre la familia permaneció unida. Habían encontrado una nueva vida. Con mucho trabajo y sacrificio lograron empezar de nuevo.
Don Tomás decía que sus mejores recuerdos eran de acá, y el Luis decía que todos sus recuerdos eran de acá. No tenía recuerdos del lugar donde nació. Tal vez si tenía uno, el mal recuerdo de la cara de preocupación de sus mayores cuando no tenían nada para comer o la cara de tristeza de la nona el día que el padre partió.
Comenzaba el año catorce. En ese año el Luis cumplía sus primeros veinte años y catorce en Arequito. Los europeos comenzaron a preocuparse por lo que pasaba allá lejos y, desgraciadamente, los peores miedos se confirmaron. En junio de mil novecientos catorce llegó la tan temida guerra. Todos los inmigrantes no hablaban de otra cosa, leían las noticias que llegaban en diarios o comentaban las de los parientes. Casi todos querían ir a la guerra, desde el hablar cotidiano estaban con su país. A pesar de las cosas que tienen en común, los croatas y los serbios se miraban peor que nunca. Algunos argentinos pidieron que no traigan los problemas de allá a acá, pero cada uno en el fondo tenía su sentir nacionalista. A algunos hijos de inmigrantes los llamaron para volver a pelear por el país, ése mismo que años antes los había echado.
Con la guerra en Europa, al país le llegó la crisis. Ese año la navidad no iba a ser una gran fiesta, la situación se puso dura y pronto empezó a faltar trabajo.
Una calurosa mañana de enero llegó la carta fatal a la casa de don Tomás. El país pedía que el Luis se incorpore al ejército del Rey. La abuela y la mamá lloraron una semana sin parar. El abuelo Pascual y papá Tomás no lo dudaron, la familia no podía dejar de ayudar a la patria. Todos los amigos quedamos aterrados, sin entender demasiado que pasaba, porque el Luis se iba a la guerra.
Entre llantos y tristeza comenzaron los preparativos del viaje del Luis. El grupo de amigos empezó una colecta para juntar unos mangos para que su viaje no sea tan duro. El abuelo le regaló una gran valija de cuero, herencia de su padre. Don Tomás le regaló un reloj de bolsillo. Los amigos del padre hicieron un gran asado y juntaron más plata.
El itinerario era simple. Salida de la estación del pueblo hasta Rosario, ahí los del consulado le daban el pasaje a Retiro, y en Buenos Aires la gente de la embajada lo llevaba hasta la fragata que lo conducía a Europa. Dieciséis días de viaje de ultramar para llegar a puerto, y de ahí, al cuartel donde se tenía que presentar.
Todo el pueblo lo fue a despedir, cientos de personas se reunieron en la estación, familiares, amigos y muchos curiosos. El momento en que llegó el tren fue muy triste; las mujeres lloraban y los hombres lo saludaban por su coraje; una niña lloró sola en un rincón y los amigos temíamos no volverlo a ver. Muchos teníamos algún familiar que contaba historias de guerra y esas historias no eran buenas, como las del vasco Andrés en Marruecos o las guerras Carlistas. A la hora exacta el Luis subió al tren, miró a la gente, saludó con timidez y entró al vagón. El grito de las mujeres tapó el silbato del tren. Luego, hubo un silencio aterrador y cuando el tren comenzó a moverse los hombres comenzaron a aplaudir. Todos saltaron a las vías y saludaron al tren que se alejaba. Nadie se movió hasta que desapareció en el horizonte, solo se veían ojos llorosos y caras tristes.
Estar tan lejos y no poder escapar a las obligaciones con el país..., si no iba, nunca más podría volver a su país. Además, la vergüenza para los viejos, la familia, los compatriotas. Todos los hombres de la familia habían ido a la guerra.
El tren partió al mediodía. Cuando la familia llegó a la chacra casi no comieron, se reunieron de la misma manera que lo hacemos luego de un entierro, todos en silencio. Al atardecer todos los amigos fuimos a hacer compañía a la familia del Luis. Estábamos todos muy tristes. Don Tomás miró a su padre y le dijo: “Debe estar llegando al puerto”. Y escuchamos la voz del Luis que dijo entrando a la casa: “¡No, estoy llegando a casa! Desde que salió el tren, me puse a pensar en esta tierra, la familia, mis amigos, la Rosita, y me dije, esto no es para mí. Ya no recuerdo el idioma, yo soy de acá. Cuando llegamos a Casilda no lo dudé. Agarré mis cosas y bajé. A las cinco de la tarde tomé el tren que venía para acá y al llegar a la estación me vine caminando despacio. Todo el viaje estuve pensando en qué les iba a decir y no se me ocurrió nada. Solo que soy de acá”.
Don Tomás quiso enojarse pero don Pascual se adelantó y dijo: “¡Bienvenido hijo mío!” A esa altura la abuela y la mamá del Luis destaparon un par de botellas de sidra y empezó la fiesta. Tomamos hasta la madrugada. La mamá de Luis dijo: “Mañana, devolveremos los regalos y la plata para el viaje”.

Por Juan Alberto Larrambebere / Arequito (Santa Fe)
E-mail: juanchil@hotmail.com