6 ene 2009
INVERSIONES Y CAJAS DE SEGURIDAD
María bajó del barco crujiente. Sintió alivio. El viaje tortuoso la había agotado. El agua del puerto se veía negra, el puerto era gris y a pesar de su entusiasmo todo se obstinaba en presentarse ensombrecido.
Ya en el Hotel de Inmigrantes con su puerta enorme, que parecía tragar a todo el que pasara bajo su arco, los hicieron sentar frente a largas mesas de un color plomizo. Le sirvieron el producto de una ebullición verde. Lo bebió con desgano. Pensó que le daban el agua del hervor de la acelga. Después supo que era mate cocido.
Su marido, Bruto, no dijo nada hasta que carraspeó “Solo ce la miseria”
Pasaron años de angustia y lograron tener unos ahorros. Un día Bruto los gastó. Ante el asombro y la admiración de su familia y de los parroquianos, compró una maquinita para fabricar papel moneda. ¿A quien se le habría ocurrido semejante inversión? Lo único que se necesitaba era hacer girar dos rodillos y ver emerge los billetes.
A Bruto le había costado mucho, pero, la cosa valía la pena. Estaba satisfecho y se frotaba las manos alborozado. Habituado a la economía y a la mesura no quería abusar y la usaba de vez en cuando. En esa adquisición había gastado todos sus ahorros. Pensaba imprimir los billetes de a poco para recuperar el gasto. Decidió hacerlo en un día lluvioso. De pronto, comenzó a temblar, un sudor frío le corrió por la sien. Le pareció que no podía ser real y probó nuevamente. Lo hizo otra vez y varias más. Desesperado, vio que lo único que emergía era papel de diario.
Parte del sudor se frenó sobre sus cejas. No había reembolsado ni el 5 % de lo que había gastado en ese aparato y ahora... ya ni siquiera sacaba trozos de papel que al menos, podría utilizar para cualquier emergencia.
En cambio, Elvio guardaba lo suyo en una caja de betún. Con la alegría de un niño la sacudía y escuchaba el sonido estridente que producían las monedas. No se desprendía de su tesoro.
Un día, fue a arar el potrero. Puso la caja en el bolsillo y salió corriendo para hacer la tarea. Al final de la jornada desató los caballos y cansado, enloquecido por los mosquitos encendió una fogata a la que le agregó ramas verdes para que el humo protegiera a los animales de estos insectos.
Luego, fue a bañarse en la pileta donde bebían los equinos. Cuando se desabrochó el cinto tuvo un presentimiento. Palpó sus costados y notó que había perdido la caja de lata donde tenía depositado todo lo que ahorrado. Por mucho tiempo, cada vez que podía, recorría incansable los surcos buscando su tesoro perdido. Nunca agotó la esperanza y a menudo sus ojos febriles recorrían la campaña tratando de encontrarla. Toda la población se mofó de él.
El enigma de todos, se centraba en encontrar un espacio ingenioso para que nadie sustrajera el menguado caudal durante la hora de trabajo en el campo. Ana pensó que el mejor era debajo de la chata. Sugirió la idea a su marido y a éste le pareció plausible la ocurrencia. La pareja atornilló debajo de un travesaño una caja de lata de tabaco. Dentro de la misma guardaron la magra riqueza que constituía su enjuto patrimonio y la cerraron herméticamente asegurándola con un gancho que le anexaron. Así la pequeña fortuna anduvo recorriendo caminos, balanceándose entre profundas huellas, sintiendo pegotearse el barro cuando en alguna zanja se encajaba el carruaje.
Tiempo después, los billetes sintieron el aroma del alfalfa. Desde una pequeña rendija de la lata pudieron visualizar los colores esmaltados de las mariposas, de las campanillas azules entremezcladas con la de los nabos, las corolas celestes de la verdura amarga... Un día entre los días, en una explosión de alegría se abrió el recipiente y el dinero empujado por el viento salió a recorrer caminos.
Cuando ella regresó a la chacra y vio que la caja se había abierto. El cielo escupió las primeras gotas de una lluvia torrencial sobre su rostro. Un sudor frío le recorrió las entrañas. El viento comenzó a arreciar helado. Se resguardó debajo del alero y desde lejos volvió a ver que la caja, de un golpe había vomitado todos sus esfuerzos.
Por Hilda Augusta Schiavoni / Inriville (Córdoba, Argentina)
E-mail: joseschiavoni@hotmail.com