Cuando veo a mi padre “enganchado” durante horas a la televisión, mirando embelesado, programas de España; cada vez que me traslado a su sangre y que siento la ansiedad que él tiene de poder llegar algún día a conocer… a pisar el suelo que su papá caminó cuando pequeño, surge en mi mente un niño de 8 años, tímido, flacucho, con sus pantalones cortos, con tiradores, con un moñito en el cuello, y su pelo castaño, peinado a la gomina, con un jopo majestuoso coronando su cabeza.
Lo imagino allí, subiendo con alegría y a la vez con temor a esa inmensa nave que lo llevará ¡Quien sabe dónde! su manita apretada a la de su mamá, que también tiembla de emoción, de miedo, de dolor. Emoción por la aventura a emprender, miedo por un futuro que se avecina incierto, y dolor por no poder dejar de mirar atrás y sentir en su cara las huellas de las lágrimas que no dejan de caer. Allí se queda parte de su historia… parte de su familia, sus raíces… se va, pero no sabe si podrá volver algún día y todas esas emociones se las transmite al pequeño, que aprieta firmemente su mano, como infundiéndole fuerzas, como pidiéndole ayuda..
Y luego la travesía… el mareo, por el acompasado movimiento del barco, los días y días de solo ver agua y cielo, la novedad de correr por los vericuetos de esa mole, que atraviesa lentamente los mares, las preguntas a cuanto marinero ve por allí, a hurtadillas de su mamá y sus hermanos que tratan de no perderlo de vista.
Y luego ¡Al fin! Tierra, al fin el paraíso prometido, el paraíso que no más bajar se convierte en una máquina de aplastar sueños, algunos ya vienen con un trabajo seguro, pero otros se lanzaron a la aventura y no saben con que se van a encontrar. Él sabe que su hermano mayor que vino mucho antes, ya logró después de ardua lucha encontrar una ubicación en un campo que entre todos van a trabajar. Será un trabajo duro, pero a eso ya están acostumbrados, lo más difícil va a ser dejar de extrañar su tierra, su gente, sus compañeritos de escuela…pero… como todo pasa, así también transcurrieron los años y el niño de ocho años, creció, pasó su etapa de adolescente, se casó, tuvo cinco hijos, tres mujeres y dos varones y nunca, nunca dejó de trabajar y dejó en esta tierra su vida, porque para salvar la cosecha de la langosta, plaga común en esos tiempos, se intoxicó con el veneno con que la combatían fumigando a mano y eso le produjo un cáncer que lo mató siendo aún muy joven.
Claro que detrás de sí dejó la semilla germinando en sus hijos y al menos los más grandes siempre desearon poder regresar a esa tierra que debieron dejar los abuelos, obligados por la miseria, las guerras y todo lo que eso acarreaba consigo. Y yo que soy su nieta tengo el mismo anhelo, siento que la sangre se me enciende cuando escucho música española, los pies danzan alados cuando sus acordes suenan, porque aquí él también plantó la semilla, en mi corazón. Y los hijos de mis hijos harán que un día germine, que un día podamos cumplir el sueño del abuelo, de regresar a sus raíces, de regresar al terruño, a la madre patria.
Por Manuela Rosa “Tati” Grimalt / Granadero Baigorria (Santa Fe)
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