6 ene 2009

MI ABUELO RAFAEL... EL INMIGRANTE


En algunos momentos, vuelven con nostalgia los recuerdos de mi infancia transcurrida en la chacra de mis padres.
Me veo con mis cinco años comenzando a comprender los sucesos diarios con la percepción de quien recién comienza a vislumbrar la vida y para quien cualquier momento es algo nuevo, que despierta viva curiosidad.
No tuve la suerte de conocer a todos mis abuelos, ya que para cuando nací, ellos ya habían fallecido.
Solamente mis abuelos maternos, Carmen y Rafael, que tenían su chacra muy cerca de la nuestra, eran los que me mimaban con paciencia y amor, que es el atributo más tierno de todos ellos para con sus nietos.
En mi mente los veo claramente, como si ahora estuvieran delante mío: la abuela alta y delgada, con su vestido largo hasta los tobillos y su pañuelo atado en la cabeza; el abuelo Rafael, encorvado, con su andar lento, que lo hacía aparecer más viejo de lo que en realidad era.
Ella, hija de españoles, con su carácter fuerte y decidido, con un refrán a flor de labios para cada ocasión. Él, italiano de la Campania, descendiente de generaciones de agricultores, siempre atento a las labores de su chacra.
Cuando mis padres iban a Gödeken, el pueblo más cercano, para comprar las provisiones necesarias, mis dos hermanitas y yo éramos sus acompañantes y como había que pasar frente a su chacra, ir a saludarlos era algo infaltable.
Después de afectuosas manifestaciones y saludos de rigor, nosotros los niños pasábamos a ser el interés principal de la visita. Besos, cariños, interesarse por todo lo que habíamos hecho de nuevo desde la última visita eran todo uno, al mismo tiempo que la abuela Carmen admiraba nuestros atuendos de paseo y no se cansaba de expresar que no dudaba de que éramos el más bello tesoro del universo.
Prontamente, como para afirmar lo dicho, traía su perfumero y con unos diestros toques, quedábamos envueltos en un aroma, que aún hoy no olvido; atributo feliz de las mentes jóvenes, que pueden atesorar esos recuerdos, que son imborrables.
Al regresar, pasábamos de nuevo y nos quedábamos hasta después de cenar; en tanto que mis padres comentaban e intercambiaban con ellos opiniones sobre sucesos y novedades de su quehacer en las tareas del campo, nosotros los niños, salíamos a investigar por el patio, admirando todo lo nuevo que encontrábamos y encantados con los perritos, corderitos y demás habitantes de los corrales cercanos.
En el transcurso de la cena, en el comedor con su larga mesa y sus infaltables bancos, los niños no interveníamos en las conversaciones de los mayores, aunque yo prestaba atención, y hoy, pasados 70 años, comprendo cabalmente lo que expresaban y a través de ello y lo que más adelante alcancé a conocer, es que puedo hacer un bosquejo acertado de sus vivencias en una tierra extranjera, tan distinta a su Europa natal.
El inmigrante tenía que trabajar muy duro y en condiciones casi siempre precarias. Una vez instalado en cualquier colonia, el estado lo dejaba a merced de los colonizadores. Los arrendamientos leoninos, las plagas como la langosta, la isoca, la sequía, las tormentas con vientos que levantaban por el aire los techos de sus casas de barro y paja, no les daban tregua y como colofón, el gran afán de lucro de muchas casas de ramos generales, que eran los proveedores de las colonias, cuando no lo eran los propios colonizadores.
Las leyes de inmigración eran muy liberales, pero su aplicación en la práctica era algo totalmente distinto y muy penoso para el inmigrante. Muchos hablaban de engaño vil teniendo en cuenta las promesas y la propaganda que realizaban los agentes de inmigración en sus empobrecidas aldeas de allende el mar.
Solamente quedaba el consuelo que se brindaban entre paisanos, muchas veces parientes lejanos entre sí, tratando de recrear en esta tierra tan distinta, las costumbres de sus “paesellos”.
Si mi abuelo Rafael sentía añoranza por su tierra y sus raíces, no la dejaba notar. Comprendía que sus descendientes ya estaban afianzados en este país y que su regreso quedaba trunco para siempre.
Cuando sus viejos amigos se reunían en su casa, para conversar y cantar las canciones que habían escuchado en sus aldeas, desde que eran niños, quizá todos descargaban en ellas, con la ayuda del “bicchiere di vino amábile” la nostalgia que sin duda atenazaba sus pensamientos. Ya no se volvería al “paese”.
A sesenta años de tu partida, tu nieto conserva vívido tu recuerdo. El amor que supiste darme de niño fue más fuerte que la muerte y así hoy, vives en mi evocación.
“Bravo Nonnino, tu sei esempio di vita”.

Por Luis Rubén Casaccia López / Firmat (Santa Fe)
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